En homenaje al Capitán Ramiro Iriarte.
Estudié la primaria en la Escuela pública República de Bolivia anexa al Instituto Normal Central para Varones al que varios compañeros de primaria, que pudieron seguir estudiando, ingresaron después.
Mi escuelita estaba muy cerca del Instituto Adolfo Hall por lo que veía seguido a los hallistas. Lo regio, la caballerosidad, la prestancia el comportamiento de los alumnos, me llamaba la tención. Además, mi padre y mi tío habían sido de las dos primeras promociones por lo que hice los exámenes para ingresar.
Fue en 1971 cuando ingresé al Instituto Adolfo V. Hall, era un niño que estaba lejos de iniciar la pubertad y no tenía idea de en qué me estaba metiendo.
Me asignaron a la sección A de primer año. Nos formaban en tres filas que iban de los más altos a los mas bajos y yo, por mi pequeña estatura, era el último de la tercera fila. No era enclenque, más bien estaba un tanto rechoncho, pero mi cuerpo de niño tenía poca fuerza y nada desarrollados los músculos. No alcanzaba las 80 libras y medía un metro con treinta y nueve centímetros. Lo recuerdo bien por algo que pasaría ese primer año.
El Capitán Ramiro Iriarte, era un profesor con rango militar asimilado. Nos daba el curso de Estudios Sociales y era el principal promotor de un evento deportivo que se conocía como las Olimpiadas. Se esperaba que en este encuentro deportivo que se desarrollaba año con año, participaran todos los caballeros alumnos.
Había atletismo, maratón, ciclismo, natación, karate, clavados, futbol, basquetbol, ajedrez, incluso había esgrima, en fin, todas las posibilidades deportivas en tanto hubiera interesados. Participaban todas las secciones de todos los grados. Al final, como en las verdaderas Olimpiadas, entregaban medallas y diplomas a los tres primeros lugares en cada disciplina y declaraban a la sección y grado que obtenía mas medallas como la ganadora del evento, generalmente era el último año.
Bueno, yo no tenía muchas opciones para participar. Atletismo no. Apenas si lograba correr lo que me pedían en ese primer año y no podía saltar ni la mitad de mi estatura que serían menos de setenta centímetros. En maratón, con pocas cuadras estaba sufriendo y, aunque le hacía ganas, no era para competir. Natación tampoco, ni sabía nadar. Basta decir que un par de años antes me habían sacado del canal de Chiquimulilla ahogado y tuvieron que revivirme, ese trauma sería obligadamente superado después. Además, nunca jugué futbol, menos básquet o volibol y ni siquiera sabía jugar ajedrez. En fin, mis posibilidades de participar eran nulas. Pensé que me había salvado de esas primeras olimpiadas. Pero no sería tan fácil.
El capitán Iriarte me había bautizado como “Rabeíto”, no es necesario explicar por qué. Cuando se estaban haciendo las inscripciones para participar me preguntó: - Rabeíto ¿en qué vas a participar?
Le di todas las excusas posibles y le conté que no tenía opciones. Me dijo, mientras ponía su nudillo sobre mi cabeza pelona. No. Vos no vas a dejar de participar. No señor. Mientras sonría maliciosamente. Yo vi su rostro y me preocupé. Pensé -Ya me fregué, en qué me va a meter El Fantasma.
Dicho y hecho. Pronto el Capitán Iriarte me llamó para contarme que participaría en boxeo. La clasificación menor que existía era el peso mosca de 52 Kg y yo apenas llegaba a 35Kg. Pero eso ya no sería problema. Orgullosamente me dijo, hemos creado la categoría del peso microbio para menos de 90 libras o 40 Kg.
-De veras, le dije con los ojos saltados.
-Pero… yo nunca he boxeado.
-No te preocupés. Siempre hay una primera vez.
-Pero… no conozco las reglas.
-Yo te las cuento.
-Y si me rompen los dientes.
-Van a usar guantes, eso no pasará.
-Pero…
-Ya estas inscrito Rabeíto, felicitaciones. El siguiente.
En el Hall corríamos, hacíamos ejercicios, marchábamos. Sudábamos todos los días. De pensar en las olimpiadas sudaba el doble. Nunca había peleado con nadie. Bueno sólo con mis hermanos, pero eso parecía más lucha libre en desgracia que otra cosa. En ese entonces ni habíamos visto las películas de Bruce Lee para motivarnos a imitarlo. Estaba preocupado, no sabía que sería de mi vida.
Algunos compañeros me dieron consejos, pero poco sabían de boxeo. Otros me miraban y decían: peso microbio ¿no? Me señalaban y sonreían.
En fin, el día del encuentro llegó. En mi familia nadie se entero de que iba a un enfrentamiento boxístico del que podría no volver. Al salir de mi casa no sabía cómo despedirme de mi mamá, esperaba volver a tener la oportunidad de abrazarla.
Llegué y me preparé mentalmente. Me puse mi pantaloneta, mi playera con la identificación de Primero A y mis tenis blancos. Miré al cuadrilátero que estaba ubicado al centro del patio superior. Realmente era un área definida por unos lazos anchos, no se si tenía las medidas oficiales. Pero yo lo miraba inmenso.
La hora del encuentro había llegado. A estas alturas imaginarán un ingreso por un largo corredor en bata resplandeciente, saltando con los brazos arriba, con aires de triunfador, con luces y porras camino al ring. Pero no. Para mí era más fácil imaginarme con una bata, pero de hospital y viendo estrellitas. Eso sí, sentí que los cuatro metros que recorrí para subir al ring habían sido un largo y oscuro corredor, escuché algunos ecos, quizás las porras de los compañeros, pero dejé de oírlas desde antes de entrar al ring.
Nos pusieron los guantes de boxeo. Nunca me había puesto unos e inmediatamente pensé: ¡como pesan!
Levantar los brazos con esos guantes era como cargar un fusil y yo estaba en la banda de guerra, a donde enviaban a los más bajitos y lo que cargaba era una corneta.
El capitán Iriarte era el réferi, los dos contendientes mirábamos hacia arriba al gigante. Serían tres asaltos de un minuto los que debíamos enfrentar. Pronto comprendería la teoría de la relatividad de la que, en ese entonces, ni siquiera había escuchado.
Mi contendiente era del segundo año, se veía fornido y más grande. El no era pequeño porque no había iniciado su desarrollo adolescente, era pequeño por su constitución natural, quizás tenía unos 15 años y cara de pocos amigos. Además, ya le había ganado a otro compañero de primer año que pertenecía a otra sección y le había dejado un morete en la cara.
Iba a protestar cuando recibí el primer golpe en el pecho y no me quedó otra que hacerle frente. Rápidamente me cubrí como pude. La andanada de golpes fue muy fuerte al principio, pero mi estrategia era dejar que se cansara, (valga decir que lo hice antes que Mohamed Ali contra Foreman en 1974). De esta manera logré terminar el primer round. El adversario se veía seguro y confiado. Yo… yo no me veía.
El segundo asalto continuó de igual manera, solté algunos golpes defensivos, no quería lastimarlo y consideré prudente permitir que se cansara más. El instinto de conservación me permitió cubrirme bastante bien. Al finalizar el segundo round se veía cansado y furioso porque no había logrado ningún buen golpe, pero ya se notaba que también le pesaban los guantes.
Inició el último round. Mantuve la estrategia del “rope a dope” para cansar a mi oponente. Pasada la mitad del tercer asalto, más por reflejo que otra cosa, le propiné un fuerte golpe en la cara. Pero se enojó mucho y me dijo: nuevo abusivo, me la vas a pagar y se me dejó ir furiosamente con los ojos casi saliéndose de sus órbitas. En ese momento toda mi vida pasó ante mis ojos y suspiré profundo, pensé que eso era todo. Pero antes de que pudiera golpearme, una tímida campana se escuchó a lo lejos. La pelea había terminado. Estaba vivo y sin golpes, fue un verdadero triunfo. Aunque, como podrán imaginar, la pelea se la dieron a mi contendiente.
Al día siguiente tenía que pelear contra mi compañero de promoción de otra sección. En esta oportunidad los dos manteníamos las mismas características de peso, edad, constitución y experiencia en este tema. Ahora no podría aplicar la misma técnica de “rope a dope” porque no hubiéramos tenido combate. Los dos estábamos en las mismas.
Durante el primer round, nos dedicamos a conocernos mutuamente a evaluar nuestras fortalezas (que no había) y nuestras debilidades (que eran muchas). Como en los grandes combates de contendientes muy parejos, era cuestión de quién tenía mayor resistencia y un golpe de suerte para ganar la contienda.
En el segundo asalto intercambiamos algunos golpes, aunque no podríamos hablar de jab, directo o gancho, esos no nos salían. Mas parecía que abanicábamos los guantes esperando poder subir las manos para luego dejarlas caer con su propio peso, sobre alguna parte del oponente. Para ser justo, no podría precisar quién ganó el segundo asalto.
Durante el tercer asalto, casi parecíamos un par de compadres saliendo de un bar. Medio abrazados, juntando las coronillas y viéndonos los pies. Estábamos totalmente agotados, sentíamos que si nos despegábamos nos íbamos a caer. Ambos rogábamos porque terminara la contienda que parecía que nunca finalizaría. Cuando ya sentía que el alma se escapaba del cuerpo, finalmente, concluyó.
Ahora sólo nos quedaba esperar la decisión del árbitro. Nos tomo de las manos todavía cubiertas con los gigantescos guantes de box. Nos vio a los ojos a cada uno, con cara de diversión. Sentí que el corazón estaba dejando de latir cuando vi que alzaba mi mano hacia arriba, pero pronto vi que también alzaba la mano de mi contendiente. La pelea había sido un empate.
Nadie protestó por el resultado. La verdad ya ni público había, creo que no soportaron ver semejante masacre.
El Capitán Iriarte nos acercó para que nos diéramos un abrazo y dijo: Los felicito patojos, hicieron un buen esfuerzo. Pero para la próxima tienen que practicar más.
Recibí una medalla y un diploma por haber obtenido el segundo lugar en el campeonato de Box peso microbio en las olimpiadas de 1971. Era el primer diploma que recibía por una actividad deportiva, me sentía muy orgulloso, aunque sólo hubiéramos sido tres contendientes en total.
En mi casa puse la medalla y el diploma a la vista. Unas semanas después un amigo del barrio me estaba importunando, entonces le enseñé mi medalla y le dije:
No te metás conmigo porque soy subcampeón de box.
Byron Rabe
PD. Me recordé de esta anécdota de hace más de 50 años, cuando me informaron de la gravedad del Capitán Ramiro Iriarte. Posiblemente me falle la memoria en relación con los detalles. Pero de lo que estoy seguro es de la influencia que el Capitán Iriarte tuvo en mí. No solo en esta oportunidad, en muchas otras. Nos provocaba y nos hizo superar limitaciones. Estos pequeños sucesos nos fueron haciendo más seguros. Además, el medio que propiciaba el Instituto era favorable para crecer, la disciplina en todos los niveles y las oportunidades fueron importantes. Pudimos participar en Karate y Gimnasia, aprender a jugar ajedrez, a nadar y hasta hacer clavados del trampolín. Pero lo más importante, aprendimos a superar el temor de enfrentar nuevos retos.
Se que la positiva influencia y el aprecio que siento hacia el Capitán Iriarte la comparten mis compañeros de promoción y de muchas otras promociones. Esa trascendencia que va más allá de nuestro paso por este mundo es la que vale y le da sentido a la vida, las acciones que permiten permanecer vivo en los corazones de los que quedan. Bendiciones mi Capitán Iriarte, Rabeíto le envía un fuerte abrazo.
El Capitán Ramiro Iriarte falleció pocos día de escribir este relato, el 21 de febrero de 2022.
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