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sábado, 3 de septiembre de 2022

El subcampeón de box

En homenaje al Capitán Ramiro Iriarte.

Estudié la primaria en la Escuela pública República de Bolivia anexa al Instituto Normal Central para Varones al que varios compañeros de primaria, que pudieron seguir estudiando, ingresaron después.

Mi escuelita estaba muy cerca del Instituto Adolfo Hall por lo que veía seguido a los hallistas. Lo regio, la caballerosidad, la prestancia el comportamiento de los alumnos, me llamaba la tención. Además, mi padre y mi tío habían sido de las dos primeras promociones por lo que hice los exámenes para ingresar. 

Fue en 1971 cuando ingresé al Instituto Adolfo V. Hall, era un niño que estaba lejos de iniciar la pubertad y no tenía idea de en qué me estaba metiendo.

Me asignaron a la sección A de primer año. Nos formaban en tres filas que iban de los más altos a los mas bajos y yo, por mi pequeña estatura, era el último de la tercera fila. No era enclenque, más bien estaba un tanto rechoncho, pero mi cuerpo de niño tenía poca fuerza y nada desarrollados los músculos.  No alcanzaba las 80 libras y medía un metro con treinta y nueve centímetros.  Lo recuerdo bien por algo que pasaría ese primer año.

El Capitán Ramiro Iriarte, era un profesor con rango militar asimilado.  Nos daba el curso de Estudios Sociales y era el principal promotor de un evento deportivo que se conocía como las Olimpiadas. Se esperaba que en este encuentro deportivo que se desarrollaba año con año, participaran todos los caballeros alumnos.

Había atletismo, maratón, ciclismo, natación, karate, clavados, futbol, basquetbol, ajedrez, incluso había esgrima, en fin, todas las posibilidades deportivas en tanto hubiera interesados. Participaban todas las secciones de todos los grados. Al final, como en las verdaderas Olimpiadas, entregaban medallas y diplomas a los tres primeros lugares en cada disciplina y declaraban a la sección y grado que obtenía mas medallas como la ganadora del evento, generalmente era el último año.

 Bueno, yo no tenía muchas opciones para participar.  Atletismo no. Apenas si lograba correr lo que me pedían en ese primer año y no podía saltar ni la mitad de mi estatura que serían menos de setenta centímetros. En maratón, con pocas cuadras estaba sufriendo y, aunque le hacía ganas, no era para competir. Natación tampoco, ni sabía nadar. Basta decir que un par de años antes me habían sacado del canal de Chiquimulilla ahogado y tuvieron que revivirme, ese trauma sería obligadamente superado después. Además, nunca jugué futbol, menos básquet o volibol y ni siquiera sabía jugar ajedrez.  En fin, mis posibilidades de participar eran nulas. Pensé que me había salvado de esas primeras olimpiadas.  Pero no sería tan fácil.

El capitán Iriarte me había bautizado como “Rabeíto”, no es necesario explicar por qué. Cuando se estaban haciendo las inscripciones para participar me preguntó: - Rabeíto ¿en qué vas a participar?

Le di todas las excusas posibles y le conté que no tenía opciones. Me dijo, mientras ponía su nudillo sobre mi cabeza pelona. No. Vos no vas a dejar de participar. No señor.  Mientras sonría maliciosamente. Yo vi su rostro y me preocupé. Pensé -Ya me fregué, en qué me va a meter El Fantasma.

Dicho y hecho.  Pronto el Capitán Iriarte me llamó para contarme que participaría en boxeo. La clasificación menor que existía era el peso mosca de 52 Kg y yo apenas llegaba a 35Kg.  Pero eso ya no sería problema.  Orgullosamente me dijo, hemos creado la categoría del peso microbio para menos de 90 libras o 40 Kg.

-De veras, le dije con los ojos saltados.

-Pero… yo nunca he boxeado.

-No te preocupés. Siempre hay una primera vez.

-Pero… no conozco las reglas.

-Yo te las cuento.

-Y si me rompen los dientes.

-Van a usar guantes, eso no pasará.

-Pero…

-Ya estas inscrito Rabeíto, felicitaciones.  El siguiente.

En el Hall corríamos, hacíamos ejercicios, marchábamos. Sudábamos todos los días.  De pensar en las olimpiadas sudaba el doble. Nunca había peleado con nadie.  Bueno sólo con mis hermanos, pero eso parecía más lucha libre en desgracia que otra cosa. En ese entonces ni habíamos visto las películas de Bruce Lee para motivarnos a imitarlo. Estaba preocupado, no sabía que sería de mi vida.

Algunos compañeros me dieron consejos, pero poco sabían de boxeo.  Otros me miraban y decían: peso microbio ¿no? Me señalaban y sonreían. 

En fin, el día del encuentro llegó.  En mi familia nadie se entero de que iba a un enfrentamiento boxístico del que podría no volver.  Al salir de mi casa no sabía cómo despedirme de mi mamá, esperaba volver a tener la oportunidad de abrazarla.

Llegué y me preparé mentalmente. Me puse mi pantaloneta, mi playera con la identificación de Primero A y mis tenis blancos. Miré al cuadrilátero que estaba ubicado al centro del patio superior. Realmente era un área definida por unos lazos anchos, no se si tenía las medidas oficiales. Pero yo lo miraba inmenso.

La hora del encuentro había llegado.  A estas alturas imaginarán un ingreso por un largo corredor en bata resplandeciente, saltando con los brazos arriba, con aires de triunfador, con luces y porras camino al ring. Pero no.  Para mí era más fácil imaginarme con una bata, pero de hospital y viendo estrellitas.  Eso sí, sentí que los cuatro metros que recorrí para subir al ring habían sido un largo y oscuro corredor, escuché algunos ecos, quizás las porras de los compañeros, pero dejé de oírlas desde antes de entrar al ring.

Nos pusieron los guantes de boxeo. Nunca me había puesto unos e inmediatamente pensé: ¡como pesan!

Levantar los brazos con esos guantes era como cargar un fusil y yo estaba en la banda de guerra, a donde enviaban a los más bajitos y lo que cargaba era una corneta.

El capitán Iriarte era el réferi, los dos contendientes mirábamos hacia arriba al gigante. Serían tres asaltos de un minuto los que debíamos enfrentar. Pronto comprendería la teoría de la relatividad de la que, en ese entonces, ni siquiera había escuchado.

Mi contendiente era del segundo año, se veía fornido y más grande.  El no era pequeño porque no había iniciado su desarrollo adolescente, era pequeño por su constitución natural, quizás tenía unos 15 años y cara de pocos amigos. Además, ya le había ganado a otro compañero de primer año que pertenecía a otra sección y le había dejado un morete en la cara.

Iba a protestar cuando recibí el primer golpe en el pecho y no me quedó otra que hacerle frente. Rápidamente me cubrí como pude. La andanada de golpes fue muy fuerte al principio, pero mi estrategia era dejar que se cansara, (valga decir que lo hice antes que Mohamed Ali contra Foreman en 1974). De esta manera logré terminar el primer round. El adversario se veía seguro y confiado. Yo… yo no me veía.

El segundo asalto continuó de igual manera, solté algunos golpes defensivos, no quería lastimarlo y consideré prudente permitir que se cansara más. El instinto de conservación me permitió cubrirme bastante bien. Al finalizar el segundo round se veía cansado y furioso porque no había logrado ningún buen golpe, pero ya se notaba que también le pesaban los guantes.

Inició el último round. Mantuve la estrategia del “rope a dope” para cansar a mi oponente. Pasada la mitad del tercer asalto, más por reflejo que otra cosa, le propiné un fuerte golpe en la cara. Pero se enojó mucho y me dijo: nuevo abusivo, me la vas a pagar y se me dejó ir furiosamente con los ojos casi saliéndose de sus órbitas. En ese momento toda mi vida pasó ante mis ojos y suspiré profundo, pensé que eso era todo. Pero antes de que pudiera golpearme, una tímida campana se escuchó a lo lejos. La pelea había terminado.  Estaba vivo y sin golpes, fue un verdadero triunfo. Aunque, como podrán imaginar, la pelea se la dieron a mi contendiente.

Al día siguiente tenía que pelear contra mi compañero de promoción de otra sección. En esta oportunidad los dos manteníamos las mismas características de peso, edad, constitución y experiencia en este tema.  Ahora no podría aplicar la misma técnica de “rope a dope” porque no hubiéramos tenido combate.  Los dos estábamos en las mismas.

Durante el primer round, nos dedicamos a conocernos mutuamente a evaluar nuestras fortalezas (que no había) y nuestras debilidades (que eran muchas). Como en los grandes combates de contendientes muy parejos, era cuestión de quién tenía mayor resistencia y un golpe de suerte para ganar la contienda.

En el segundo asalto intercambiamos algunos golpes, aunque no podríamos hablar de jab, directo o gancho, esos no nos salían.  Mas parecía que abanicábamos los guantes esperando poder subir las manos para luego dejarlas caer con su propio peso, sobre alguna parte del oponente.  Para ser justo, no podría precisar quién ganó el segundo asalto.

Durante el tercer asalto, casi parecíamos un par de compadres saliendo de un bar.  Medio abrazados, juntando las coronillas y viéndonos los pies. Estábamos totalmente agotados, sentíamos que si nos despegábamos nos íbamos a caer.  Ambos rogábamos porque terminara la contienda que parecía que nunca finalizaría. Cuando ya sentía que el alma se escapaba del cuerpo, finalmente, concluyó.

Ahora sólo nos quedaba esperar la decisión del árbitro.  Nos tomo de las manos todavía cubiertas con los gigantescos guantes de box.  Nos vio a los ojos a cada uno, con cara de diversión. Sentí que el corazón estaba dejando de latir cuando vi que alzaba mi mano hacia arriba, pero pronto vi que también alzaba la mano de mi contendiente.  La pelea había sido un empate.

Nadie protestó por el resultado.  La verdad ya ni público había, creo que no soportaron ver semejante masacre.

El Capitán Iriarte nos acercó para que nos diéramos un abrazo y dijo:  Los felicito patojos, hicieron un buen esfuerzo.  Pero para la próxima tienen que practicar más. 

Recibí una medalla y un diploma por haber obtenido el segundo lugar en el campeonato de Box peso microbio en las olimpiadas de 1971.  Era el primer diploma que recibía por una actividad deportiva, me sentía muy orgulloso, aunque sólo hubiéramos sido tres contendientes en total.

En mi casa puse la medalla y el diploma a la vista.  Unas semanas después un amigo del barrio me estaba importunando, entonces le enseñé mi medalla y le dije: 

No te metás conmigo porque soy subcampeón de box.

Byron Rabe


 

PD. Me recordé de esta anécdota de hace más de 50 años, cuando me informaron de la gravedad del Capitán Ramiro Iriarte.  Posiblemente me falle la memoria en relación con los detalles.  Pero de lo que estoy seguro es de la influencia que el Capitán Iriarte tuvo en mí.  No solo en esta oportunidad, en muchas otras.  Nos provocaba y nos hizo superar limitaciones.  Estos pequeños sucesos nos fueron haciendo más seguros.  Además, el medio que propiciaba el Instituto era favorable para crecer, la disciplina en todos los niveles y las oportunidades fueron importantes. Pudimos participar en Karate y Gimnasia, aprender a jugar ajedrez, a nadar y hasta hacer clavados del trampolín. Pero lo más importante, aprendimos a superar el temor de enfrentar nuevos retos.

Se que la positiva influencia y el aprecio que siento hacia el Capitán Iriarte la comparten mis compañeros de promoción y de muchas otras promociones. Esa trascendencia que va más allá de nuestro paso por este mundo es la que vale y le da sentido a la vida, las acciones que permiten permanecer vivo en los corazones de los que quedan. Bendiciones mi Capitán Iriarte, Rabeíto le envía un fuerte abrazo.

El Capitán Ramiro Iriarte falleció pocos día de escribir este relato, el 21 de febrero de 2022.


miércoles, 12 de enero de 2022

ETICA PARA AMADOR, de Fernando Savater (resumen)

Introducción

Por Byron Rabe

 

El autor trata de simplificar un panorama complejo lleno de contradicciones y ambigüedades, que en suma lo que persiguen es que el lector piense que en el tema de la ética y ejerza su capacidad de elegir de acuerdo con sus propias creencias.   Con un leguaje simple dirigido a adolescentes presenta una serie de criterios que orientan el accionar ético tratando de diferenciarlo de lo propiamente moral, aunque es evidente que no logra desligarse de esto porque ética y moral están intrínsecamente relacionadas. 

Se refiere a las cosas que nos convienen, a las que solemos llamarles buenas y a las que nos sientan mal que tildamos de malas.   Esto constituye un criterio, de que es bueno aquello que me beneficia, siempre y cuando no haga mal a los demás. 

Savater considera que el hombre a diferencia de los animales es un ser racional al que se le da la opción de elegir y por lo tanto de equivocarse.  Sin embargo, hace énfasis en que no somos libres de elegir lo que nos pasa sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo, así como, que el ser libres para intentar algo no necesariamente significa que vayamos a lograrlo, pero vale la pena escoger nuestro propio camino.

A veces son las circunstancias las que nos obligan a elegir y la decisión a tomar puede deberse a diferentes criterios, generalmente relacionados con nuestros propios valores y cultura, pero también a las motivaciones como las órdenes, que pueden convertirse en un escudo para protegernos de decisiones en las que siempre tendremos responsabilidad, o las costumbres que no necesariamente son correctas o bien los simples caprichos.  Al final sólo yo soy el responsable de mis acciones y nadie puede dispensarme de elegir y afrontar las consecuencias de mi elección.  En cualquier caso las consecuencias de cada decisión deben ser evaluadas detenidamente, lo que no es necesariamente ético, ya que nuestras acciones deben obedecer más a principios, que al temor a las consecuencias.  En este caso estaremos actuando más por criterios morales o legales, que por la ética personal.

Una diferencia sustancial con los criterios tradicionales de la ética fundamentada en la religión es que Savater plantea como parte del desarrollo humano tener la capacidad de darse la buena vida, de cumplir con las aspiraciones personales, de escoger el propio camino, de disfrutar del cuerpo y del medio, de atreverse a ser feliz.   El egoísmo puede ser bueno si está en función del desarrollo del ego, del logro propio; si no es concebido en los términos tradicionales de mezquindad y aislamiento.  De cualquier manera, es claro que el ser humano necesita estar bien consigo mismo para poder estar bien con los demás.

Otro aspecto es que las cosas que tenemos también nos tienen a nosotros.  De las cosas sólo pueden sacarse cosas.  Y si bien lo material puede darnos una buena vida sólo la interrelación humana puede darnos lo que realmente importa, podemos tener mucho y no lograr la felicidad por la soledad en que nos encontramos.  No necesitamos apoyarnos en cosas de afuera, que no tienen nada que ver con lo que realmente somos y necesitamos.  El accionar ético es una actitud, un principio de vida.  

El criterio que manifiesta el autor de hacer lo que se quiera no se refiere a hacer lo que se me da la gana sin considerar los efectos que nuestras acciones puedan tener ante los demás.  Hacer lo que se quiere significa escoger nuestro propio camino, tener presentes nuestros deseos con el objetivo de ser felices, pero considerando la situación de los demás.  Lo que a la larga puede significar fortalecer esa misma felicidad.  Esto, de nuevo, dependerá de los valores propios y del contexto en que cada ser humano se haya desarrollado. 

A muchas personas esos planteamientos pueden ofenderles por que su contexto y oportunidades les han sido totalmente desfavorable y sus valores pueden responder a esos mismos escenarios por lo que sus valores pueden ser muy diferentes.  Lo que yo necesito, o lo que es bueno para mi no necesariamente es bueno para otros.  Por ejemplo es común que algunos hagan daño a otros o cometan evidentes delitos, pero no los entiendan de esa manera.  Estas personas pueden justificarse y defender su actuar en función de su propia circunstancia o necesidad de sobrevivencia, además debe considerarse que puede ser que esta conducta sea la única que conozcan.

Al estilo de Gardner, podríamos hablar de una inteligencia ética, esa capacidad que traen ciertas personas para actuar en correspondencia con los valores que favorecen la convivencia, la paz y el desarrollo integral, de ser congruentes con las necesidades generales, y de enfocarse hacia el bien común.  

También podríamos hablar de procesos basados en experiencias y vivencias, de haber superado obstáculos, de haber transitado por los distintos niveles de satisfacción, explicados en la famosa pirámide de Maslow, en la que en cada nivel la valoración de los criterios éticos podría variar, según las necesidades, el contexto y las experiencias.

La carga de nuestras decisiones es sólo nuestra.  La incidencia de los valores morales y religiosos no definen totalmente nuestro accionar, cada uno decide el camino a seguir y no puede responsabilizar a nadie más. 

A continuación  comparto un resumen sobre lo que consideré más relevante de esta obra de gran valor para iniciar el estudio sobre el tema.


RESUMEN

 

1. De qué va la ética

Entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no si queremos seguir viviendo. De modo que a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan mal y a eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir.

En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos.

Libertad. Los animales no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. En cierta medida, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa. Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero.

Es cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad: Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo. Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad.

Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil.  De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética.

 

2. Ordenes, costumbres y caprichos

No siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a lo que nos pasa. Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque preferimos hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no hacerlo.

Por lo general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer. Si vamos a ser sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto has actuado de manera casi instintiva, sin plantearte muchos problemas. En el fondo resulta lo más cómodo y lo más eficaz. A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza.

Motivo: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos el motivo parece ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos?

Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una dirección u otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer.  Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes tener a las represalias. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás.  Las órdenes y las costumbres tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni creas imitar.

 

3. Haz lo que quieras

La mayoría de las cosas las hacemos porque nos las mandan, porque se acostumbra a hacerlas así, porque son un medio para conseguir lo que queremos o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas, así, sin más ni más. Esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que se ocupa propiamente la ética Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan; esto me conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo quiero.  Libertad es decidir, pero también,  darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer. La primera vez que piensas el motivo de tu acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» lo hago por que me lo mandan, porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me mandan? ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado por quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara informarme lo suficiente para decidir por mí mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» --es decir, no conveniente para mí-- por mucho que me lo manden, o «bueno» y conveniente aunque nadie me lo ordene?

Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco aconsejable, hasta peligroso.

Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo.

No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas.

La palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la voz latina: mores, y también con las órdenes, pues la mayoría de los preceptos morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres órdenes que pueden ser malas, o sea «inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar en la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos, más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo.

«Moral» es el conjunto de comportamientos y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras «morales»que tienen personas diferentes.

 

4. Date la buena vida

No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: Pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad... a la libertad misma.

«Haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino.  Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres.

Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente. La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que ser vida pero no será ni buena ni humana.  El hombre no es solamente una realidad natural sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda cultura, el lenguaje.  Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre sino una creación cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres.

Por eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Lo más importante de todo esto: la humanización es un proceso recíproco . Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida.

 

5. ¡Despierta, baby!

La vida  es complejidad y casi siempre complicaciones. La verdad es que las cosas que tenemos nos tienen ellas también a nosotros en contrapartida: lo que poseemos nos posee.

Cuando tratamos a los demás como cosas, lo que recibimos de ellos son también cosas: al estrujarlos sueltan dinero, nos sirven, salen, entran, se frotan contra nosotros o sonríen cuando apretamos el debido botón... Pero de este modo nunca nos darán esos dones más sutiles que sólo las personas pueden dar. No conseguiremos así ni amistad, ni respeto, ni mucho menos amor. Ninguna cosa puede brindarnos esa amistad, respeto, amor... en resumen, esa complicidad fundamental que sólo se da entre iguales y que a ti o a mí que somos personas, no nos pueden ofrecer más que otras personas a las que tratemos como a tales. Lo del trato es importante, porque ya hemos dicho que los humanos nos humanizamos unos a otros.

Al no convertir a los otros en cosas defendemos por lo menos nuestro derecho a no ser cosas para los otros. A las cosas hay que manejarlas como a cosas y a las personas hay que tratarlas como personas: de este modo las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos.

Se puede ser listo para los negocios o para la política y un solemne borrico para cosas más serias como lo de vivir bien o no.  Te repito una palabra que me parece crucial papa este asunto: atención. No me refiero a la atención del búho, sino a la disposición a reflexionar sobre lo que se hace y a intentar precisar lo mejor posible el sentido de esa «buena vida» que queremos vivir. Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decididos a vivir de cualquier modo: estar convencido de que no todo da igual aunque antes o después vayamos a morirnos. Cuando se habla de «moral» la gente suele referirse a esas órdenes y costumbres que suelen respetarse por lo menos aparentemente y a veces sin saber muy bien por qué. Pero quizá el verdadero intríngulis no esté en someterse a un código o en llevar la contraria a lo establecido sino en intentar comprender, por qué ciertos comportamientos nos convienen y otros no, comprender de qué va la vida y qué es lo que puede hacerla «buena» para nosotros los humanos. Ante todo, nada de contentarse con ser tenido por bueno, con quedar bien ante los demás, con que nos den aprobado. Pero el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti.

 

6. Aparece pepito grillo

¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más sustanciosa de lo que parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que significa «bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para caminar. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu el debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago. Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a) El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el que vive en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y no ronque.
b) El que cree que lo quiere todo, lo primero que se le presenta y lo contrario de lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c) El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin reflexión o rebelde sin causa.
d) El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas, termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana, a ver si entonces se encuentra más entonado.
e) El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente y termina confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle polvo.
Todos estos tipos de imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la reflexión propias.

Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no perdona!

Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia. Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero este, «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica

Admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de cada cual. La conciencia que nos curará de la imbecilidad moral presenta los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir bien, humanamente bien. b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no. c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer. d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos.

Sólo deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que le sienta mal (odio, caprichos criminales, lentejas compradas a precio de lágrimas, etc.) en el fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece al gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para que se amase mejor a sí mismo. Palabras como «culpa» o «responsable». Suenan a lo que habitualmente se relaciona con la conciencia.

Y es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello comprendemos que ya estamos siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...

¿Que de dónde vienen los remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo vergonzoso procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que no pudimos elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo hacía lo mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de lo que hacía», etcétera.

De modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más que el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como seres humanos. Ser responsable es saberse auténticamente libre, para bien y para mal.  Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir lo que quiero hacer voy transformándome poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla en el mundo que me rodea.

 

7. Ponte en su lugar

Lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir bien la vida humana, la vida que transcurre entre humanos.

Ya que el vínculo de respeto y amistad con los otros humanos es lo más precioso del mundo para mí, que también lo soy, cuando me las vea con ellos debo tener principal interés en resguardarlo y hasta mimarlo, si me apuras un poco. Pero tenía bastante claras dos cosas que me parecen muy importantes:

Primera: que quien roba, miente, traiciona, viola, mata o abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser humano.  Y quien «ha llegado» a ser algo detestable como sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo en lo más conveniente para nosotros, lo más imprescindible...

Segunda: Una de las características principales de todos los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás. Por eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo que llamamos « civilización», «cultura», etc., hay un poco de invención y muchísimo de imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada hombre debería empezarlo todo desde cero.

Ahora bien: si cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo. El que colabora en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio... se la está buscando. tratar a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso.

¿en qué consiste tratar a las personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su propio punto de vista.  Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones.

Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano... y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.

 

8. Tanto Gusto

Cuando la gente habla de «moral» y sobre todo de «inmoralidad», el ochenta por ciento de las veces el sermón trata de algo referente al sexo.  El que de veras esta «malo» es quien cree que hay algo de malo en disfrutar... No sólo es que «tenemos» en cuerpo, como suele decirse (casi con resignación), sino que somos un cuerpo, sin cuya satisfacción y bienestar no hay vida buena que valga. El que se avergüenza de las capacidades gozosas de su cuerpo es tan bobo como el que se avergüenza de haberse aprendido la tabla de multiplicar.

Todo puede llegar a sentar mal o servir para hacer el mal, pero nada es malo sólo por el hecho de que le dé gusto hacerlo. A los calumniadores profesionales del placer se les llama «puritanos». El puritano cree que cuando uno vive bien tiene que pasarlo mal y que cuando uno lo pasa mal es porque está viviendo bien. Por supuesto, los puritanos se consideran la gente más «moral» del mundo y además guardianes de la moralidad de sus vecinos.

La diferencia entre el «uso» y el «abuso» es precisamente ésa: cuando usas un placer, enriqueces tu vida y no sólo el placer sino que la vida misma te gusta cada vez más; es señal de que estás abusando el notar que el placer te va empobreciendo la vida y que ya no te interesa la vida sino sólo ese particular placer. O sea que el placer ya no es un ingrediente agradable de la plenitud de la vida, sino un refugio para escapar de la vida, para esconderte de ella y calumniarla mejor...

Todo cuanto lleva a la alegría tiene justificación (al menos desde un punto de vista, aunque no sea absoluto) y todo lo que nos aleja sin remedio de la alegría es un camino equivocado.  Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y no echa de menos nada; quien no tiene alegría --por sabio guapo, sano, rico poderoso, santo, etc., que sea-- es un miserable que carece de lo más importante. Pues bien, escucha: el placer es estupendo y deseable cuando sabemos ponerlo al servicio de la alegría, pero no cuando la enturbia o la compromete. El límite negativo del placer no es el dolor, ni siquiera la muerte, sino la alegría: en cuanto empezamos a perderla por determinado deleite, seguro que estamos disfrutando con lo que no nos conviene.

Al arte de poner el placer al servicio de la alegría es decir, a la virtud que sabe no ir a caer del gusto en el disgusto, se le suele llamar desde tiempos antiguos templanza. la templanza es amistad inteligente con lo que nos hace disfrutar. A quien te diga que los placeres son «egoístas» porque siempre hay alguien sufriendo mientras tú gozas, le respondes que es bueno ayudar al otro en lo posible a dejar de sufrir, pero que es malsano sentir remordimientos por no estar en ese momento sufriendo también o por estar disfrutando como el otro quisiera poder disfrutar.

 

9. Elecciones Generales

Para lo único que sirve la ética es para intentar mejorarse a uno mismo, no para reprender elocuentemente al vecino; y lo único seguro que sabe la ética es que el vecino, tú, yo y los demás estamos todos hechos artesanalmente, de uno en uno, con amorosa diferencia.

Las sociedades igualitarias, es decir, democráticas, son muy poco caritativas con quienes escapan a la media por encima o por abajo: al que sobresale, apetece apedrearle, al que se va al fondo, se le pisa sin remordimiento. Por otra parte, los políticos suelen estar dispuestos a hacer más promesas de las que sabrían o querrían cumplir.  Su clientela se lo exige (quien no exagera las posibilidades del futuro ante sus electores y no hace mayor énfasis en las dificultades que en las ilusiones, pronto se queda solo.

La ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo mejor posible; el objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene. Como nadie vive aislado, cualquiera que tenga la preocupación ética de vivir bien no puede desentenderse olímpicamente de la política.

Sin embargo, tampoco faltan las diferencias importantes entre ética y política. Para empezar, la ética se ocupa de lo que uno mismo (tú, yo o cualquiera) hace con su libertad, mientras que la política intenta coordinar de la manera más provechosa para el conjunto lo que muchos hacen con sus libertades. En la ética, lo importante es querer bien, porque no se trata más que de lo que cada cual hace porque quiere. Para la política, en cambio, lo que cuentan son los resultados de las acciones, que se haga.  El político intentará presionar con los medios a su alcance --incluida la fuerza-- para obtener ciertos resultados y evitar otros.

Desde un punto de vista ético, es decir, desde la perspectiva de lo que conviene para la vida buena, ¿cómo será la organización política preferible, aquella que hay que esforzarse por conseguir y defender? Si repasas un poco lo que hemos venido diciendo hasta aquí ciertos aspectos de ese ideal se te ocurrirán en cuanto reflexiones con atención sobre el asunto:

a) Como todo el proyecto ético parte de la libertad, sin la cual no hay vida buena que valga, el sistema político deseable tendrá que respetar al máximo las facetas públicas de la libertad humana: la libertad de reunirse o de separarse de otros, la de expresar las opiniones y la de inventar belleza o ciencia, la de trabajar de acuerdo con la propia vocación o interés, la de intervenir en los asuntos públicos, la de trasladarse o instalarse en un lugar, la libertad de elegir los propios goces de cuerpo y de alma, etc. Abstenerse dictaduras, sobre todo las que son «por nuestro bien». Nuestro mayor bien es ser libres.

b) Principio básico de la vida buena, es decir: ser capaces de ponernos en el lugar de nuestros semejantes y de relativizar nuestros intereses para armonizarlos con los suyos. Si prefieres decirlo de otro modo, se trata de aprender a considerar los intereses del otro como si fuesen tuyos y los tuyos como si fuesen de otro. A esta virtud se le llama justicia y no puede haber régimen político decente que no pretenda, por medio de leyes e instituciones, fomentar la justicia entre los miembros de la sociedad. La única razón para limitar la libertad de los individuos cuando sea indispensable hacerlo es impedir, incluso por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten a sus semejantes como si no lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a bestias de carga, a simples herramientas, a seres inferiores, etc. A la condición que puede exigir cada humano de ser tratado como semejante a los demás, sea cual fuere su sexo, color de piel ideas o gustos, etc., se le llama dignidad.

c) La experiencia de la vida nos revela en carne propia, incluso a los más afortunados, la realidad del sufrimiento. Tomarse al otro en serio, poniéndonos en su lugar, consiste no sólo en reconocer su dignidad de semejante sino también en simpatizar con sus dolores, con las desdichas que por error propio, accidente fortuito o necesidad biológica le afligen, como antes o después pueden afligirnos a todos. Una comunidad política deseable tiene que garantizar dentro de lo posible la asistencia comunitaria a los que sufren y la ayuda a los que por cualquier razón menos pueden ayudarse a sí mismos. Lo difícil es lograr que esta asistencia no se haga a costa de la libertad y la dignidad de la persona. Quien desee la vida buena para sí mismo, de acuerdo al proyecto ético, tiene también que desear que la comunidad política de los hombres se base en la libertad, la justicia y la asistencia.

La diversidad de formas de vida es algo esencial (¡imagínate qué aburrimiento si faltase!) pero siempre que haya unas pautas mínimas de tolerancia entre ellas y que ciertas cuestiones reúnan los esfuerzos de todos. Si no, lo que conseguiremos es una diversidad de crímenes y no de culturas.

 

Epílogo

Savater se queda con la pregunta acerca de cómo vivir mejor y dice:

A lo largo de todos los capítulos anteriores he intentado no tanto contestarla como ayudarte a comprenderla más a fondo. En cuanto a la respuesta, me temo que no vas a tener más remedio que buscártela personalmente. Y eso por tres razones:

 

a) Por la propia incompetencia de tu improvisado maestro, o sea yo. ¿Cómo voy yo a enseñar a vivir bien a nadie si sólo acierto a vivir regular y gracias? Me siento como un calvo anunciando un crecepelo insuperable...

b) Porque vivir no es una ciencia exacta, como las matemáticas, sino un arte, como la música. De la música se pueden aprender ciertas reglas y se puede escuchar lo que han creado grandes compositores, pero si no tienes oído, ni ritmo, ni voz, de poco va a servirte todo eso. Con el arte de vivir pasa lo mismo: lo que puede enseñarse le viene muy bien a quien tiene condiciones, pero al que no, estas cosas le aburren o le lían aún más de lo que está.

c) La buena vida no es algo general, fabricado en serie, sino que sólo existe a la medida. Cada cual debe ir inventándosela de acuerdo con su individualidad, única, irrepetible... y frágil. En lo de vivir bien, la sabiduría o el ejemplo de los demás pueden ayudarnos pero no sustituirnos...

 

Savater, Fernando. Ética para Amador. Barcelona: Editorial Ariel, S.A.,  1993.