domingo, 5 de junio de 2022

Entre alquimistas virtuales y chamanes resilientes

 


La embestida de la pandemia generó cambios irreversibles, vivencias que permitieron abrir la mente a nuevas posibilidades. Si algo es seguro es que cuando la tormenta viral ceda, no volveremos a ser los mismos.

Con la llegada de la tercera década del siglo XXI el tiempo y el espacio se retorcieron. Nos cercó una vorágine de fluctuaciones, contagios, miedos y desalientos que aminoraron el ritmo de algunas mentes y de muchos corazones.

Si ya transitábamos por una maltrecha autopista de incertidumbres añorando la ficticia estabilidad de la modernidad, ahora se confirmaba que las certezas no existían, que la complejidad y el caos eran parte de nuestro diario vivir. 

Entre tanto el mundo se escurría por las alcantarillas de la ignominia para dar paso a un nuevo planeta que se modificaba con un desgarrante cambio climático, turbulentas variaciones en los valores socioculturales y en acelerados avances tecnológicos.

En medio del confinamiento nos encontramos con la nariz pegada a la pantalla viendo las crecientes estadísticas mundiales de contagio y muerte.  Por un tiempo vivimos realidades ajenas hasta que nos tocó de cerca. Se contagiaron conocidos, amigos y parientes.  La tragedia teñía el mapa de rojo, en tanto que los deudos añoraban un último beso que se esfumaba en la oscuridad del alma.

Aprendimos a seguir a nuestra sombra y a veces a temerla porque no traía mascarilla. Algunos advirtieron que la gran luna roja, las cenizas volcánicas, los ríos de lava, las terribles tormentas, las inundaciones, las sequías y los grandes incendios, se sumaban a la pandemia como un aviso apocalíptico.  Pero a la par de las mágicas explicaciones también destacaban racionales verdades. Con pandemia o sin ella, el hambre seguía arremetiendo, persistían los eternos tambores de la guerra, la gente migraba y se ahogaba, no solo en los mares o por falta de aire, se ahogaba en un llanto silencioso. Y el doloroso manto de la realidad se posaba sobre un mundo cada vez más desamparado y polarizado.

A algunos los atraparon las paranoias o las teorías de la conspiración. A otros les sobraba tiempo para hacer dudar al ingenuo o hacer creer al incrédulo. Mientras unos trataban de huir de la terrible realidad, otros con sospechosas intenciones, tentaban al destino promoviendo discordia, confrontación y odio, logrando que a la enfermedad física se sumara otra pandemia que infectaba el alma.

En ese incierto panorama los docentes, cual soldaditos de plomo, nos vimos colocados en una inestable maqueta que nunca diseñamos. Entre recelos y dudas fuimos asimilando una ambigua realidad, intentamos entender el contexto, buscar referentes, sacudir nuestro intelecto y prepararnos para una marcha forzada.

Fuimos sitiados por un maremágnum de nuevos términos y tecnologías que modificaron nuestra estructura mental. Asimilamos nuevos formatos, aprendimos de plataformas virtuales y ahondamos en la enseñanza a distancia. A veces esto significó romper con dogmas, utilizar recursos antes rechazados o cambiar arraigadas técnicas docentes. Hubo quienes fueron literalmente arrastrados hacia el ordenador, ese oscuro objeto no necesariamente del deseo.  Y tuvieron que aprender a encenderlo, a escribir en el, a solicitar asistencia, a utilizar las redes sociales, en fin...

Observamos que los procesos de enseñanza podían hacerse desde sitios inciertos, que parecían temas para estudios metafísicos, pero luego llegamos a aprender y enseñar desde esos indefinidos y atemporales espacios. La necesidad y la época nos obligó a embarcamos en una fantástica travesía cual navegantes en un túnel del tiempo. Entre tanta novedad y elementos que debimos mezclar, llegamos a sentirnos unos alquimistas virtuales.

Pero pronto un socavón nos regresaría a la realidad. Los aprendices de alquimistas tuvimos que enfrentar pantallas silentes, que mostraban rígidas fotos o emojis sustituyendo los rostros de lo que antes fueron jóvenes sonrientes y activos. Nos volvimos disertantes de lo absurdo sin un público interlocutor, en condenados confesos de una época a la que no pertenecíamos. Llegamos a sentirnos frustrados héroes del silencio entre las mudas persianas de inciertas plataformas. Y la nostalgia pasó a formar parte del imaginario generacional que se difuminaba en un tiempo que ya no existía. 

Y entonces captamos que no sólo se trataba de lo tecnológico. La humanidad tenía afectada su propia humanidad. La incertidumbre, el temor, las conductas inciertas también eran variables de estudio.

Nos vimos obligados a enfrentar la angustia del encierro, el cambio de patrones laborales, los nuevos regímenes de estudio, los cambios de humor y los bajones de ánimo. Y todo esto dentro de un escenario en que la muerte, sin discriminaciones, se hacía irremediablemente cotidiana.  

Algunos aprendimos a ser más tolerantes, a desentrañar largos silencios, a entender las privaciones físicas y emocionales no sólo de nuestros alumnos, también de nosotros mismos.  Y luego, pretenciosos o ignorantes, intentamos iniciarnos como chamanes de la adversidad y contribuir a restaurar descascarados alientos.

En ocasiones la docencia pudo convertirse en bálsamo para menguar la ansiedad y vencer a la angustia. Tratamos de contagiar el virus de la resiliencia y de vacunar contra la inconsistencia, a veces se necesitaron varias dosis, aunque algunos no se inmunizaron. Y como buenos aprendices, todavía mantenemos una permanente limpia para el desaliento.

Seguimos ahondando para hacer más acogedor el espacio virtual, para mantener la atención sin contacto visual, promover el aprendizaje colaborativo en redes, estimular la convivencia y desarrollar el pensamiento empático a distancia.  Buscamos enfrentar la dispersión de la atención y asimilarla como una realidad intermitente.

Pero también entendimos que estamos ante una responsabilidad compartida, un camino de doble vía entre estudiantes y docentes.  Las redes, las plataformas, la educación a distancia, las nuevas tecnologías, incluso la percepción del tiempo, han sido parte del pentagrama para que un contrapunto de voces encontradas pueda sonar al unísono, pero para ello todos deben querer cantar.

No dejamos de extrañar el contacto del calor humano. Hay nostalgia por el espacio en el aula, por las plazas, por los árboles y por las charlas acompañadas de un café. Y es que el espacio físico, más que un lugar para la formación era un medio para relacionarnos, para crecer, reír y compartir.  A veces, entre sueños, volvemos para cargar de energía a nuestro espíritu.

La embestida de la pandemia generó cambios irreversibles, vivencias que permitieron abrir la mente a nuevas posibilidades. Si algo es seguro es que cuando la tormenta viral ceda, no volveremos a ser los mismos.

En la pospandemia se presentarán múltiples opciones, quizás prevalecerá un híbrido que capte lo mejor de cada modelo y experiencia.  Habrá clases presenciales, pero también procesos virtuales. Surgirán otras oportunidades para continuar con el autoaprendizaje asistido, con el uso de plataformas y recursos sincrónicos y asincrónicos. Los mecanismos de enseñanza y evaluación se irán acoplando con el tipo de disciplinas o materias, y se adaptarán a nuevas realidades y escenarios.

El lienzo académico seguirá lleno de vetas y discrepancias y todavía tendrá muchos vacíos. Y aunque poco a poco se ha ido cubriendo de texturas y se agregan constantemente nuevos colores y matices, seguirán surgiendo tonalidades y transparencias para hacer encajar criterios divergentes. En medio de las nuevas complejidades y de las realidades inesperadas, será posible aportar para seguir con una obra inconclusa.  

Ojalá que la oportunidad que ha brindado esta terrible crisis y la creciente madurez intelectual y emocional que hemos alcanzado, nos ayuden a pintar un futuro capaz de superar dogmas, posturas y confrontaciones históricas e impulsar una evolución académica que responda, efectivamente, al incierto futuro de un mundo diferente.

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